En 2008, un ciudadano de Sierra Leona solicitó asilo en España alegando que había huido de su país de origen porque allí fue amenazado de muerte por negarse a pertenecer a una sociedad que practica el canibalismo. Como no se admitió su solicitud, recurrió la resolución ante la Dirección General de Política Interior que, de nuevo, se lo negó, por lo que interpuso un recurso contencioso-administrativo en el Juzgado Central de esta jurisdicción que tampoco prosperó; por último, apeló a la Audiencia Nacional que dictó la sentencia 3000/2010, de 16 de junio, fallando en su contra, desestimando el recurso de apelación e imponiéndole pagar las costas del proceso porque su relato resultó inverosímil y no aportó ninguna prueba pertinente o, al menos, indicios suficientes de las circunstancias que justificarían el otorgamiento del asilo.
En estos casos, el sólido criterio que mantiene nuestra jurisprudencia, de acuerdo con los criterios europeos, es que son suficientes los indicios para conceder el asilo, pero dichos indicios han de existir y es carga del recurrente aportarlos. Esta resolución judicial fue la cuarta que falló la Audiencia Nacional relativa a ciudadanos extranjeros que solicitaban el asilo alegando el riesgo que suponía para sus vidas el canibalismo [los anteriores fueron: dos nigerianos (SSAN 3191/2003, de 2 de diciembre, y 1036/2002, de 19 de febrero) y otro sierraleonés (SAN 1370/1999, de 5 de marzo)].
Si esto ocurre en el ámbito de nuestra jurisprudencia, la legislación aplicable en España (tanto europea como nacional y autonómica) cita el canibalismo en catorce ocasiones y, generalmente, se refiere a la protección de determinadas especies animales –como las gallinas o los hámsteres– para que se minimice el riego de que los miembros de una camada se coman entre ellos, agrupándolos por tamaños en grupos pequeños. A raíz de estos escasos precedentes, cabría preguntarse si el Código Penal no tipifica esta conducta.
Expresamente, no; pero sí que se puede deducir de los delitos contra el respeto de los difuntos; en concreto, el Art. 526 CP establece que: El que, faltando al respeto debido a la memoria de los muertos, violare los sepulcros o sepulturas, profanare un cadáver o sus cenizas o, con ánimo de ultraje, destruyere, alterare o dañare las urnas funerarias, panteones, lápidas o nichos será castigado con la pena de prisión de tres a cinco meses o multa de seis a 10 meses. Una regulación más benévola pero análoga a la de los países de nuestro entorno; por ejemplo, el Art. 225-17 CP francés (des atteintes au respect dû aux morts: un año de reclusión y 15.000 euros de multa) o el Art. 254 CP portugués (profanação de cadáver: hasta dos años de pena de prisión y multa de hasta 240 días). Lógicamente, si el caníbal antropófago mató previamente a la víctima para comérsela a continuación, podríamos encontrarnos ante un caso de homicidio o asesinato, en función de las circunstancias. En Europa, probablemente, el crimen antropófago más célebre fue el del japonés Issei Sagawa que, en 1981, mató en París a Renée Hartevelt, una estudiante holandesa con la que estudiaba en la Sorbona, para comérsela; fue considerado demente, se le encerró en un hospital psiquiátrico pero, por error, se le diagnosticó una enfermedad mental y fue extraditado a su país donde quedó libre.
Desde el punto de vista antropológico, como recuerda el periodista Luis Pancorbo, lo cierto es que el tema del canibalismo preocupa, excita, intriga, interesa o repele, que de todo hay, y siempre parece meter el dedo en el ojo de la cultura humana (PANCORBO LÓPEZ, L. El banquete humano: una historia cultural del canibalismo. Madrid: Siglo XXI, 2008, p. 6). En esa línea, puede que el mayor mito de los últimos años lo creara el escritor Thomas Harris con su personaje del letal asesino Hannibal Lecter, tan desequilibrado que fue capaz de convertir el truculento canibalismo en un exquisito ritual de gastronomía.
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