La jurista defiende que se reforme la ley para que un solo tipo penal englobe los abusos y las agresiones sexuales y que se cambien los relatos judiciales sobre las violaciones
Adela Asúa en su domicilio, en Bilbao. FERNANDO DOMINGO-ALDAMA EL PAÍS
Adela Asúa (Bilbao, 1948) es catedrática de Derecho Penal de la Universidad del País Vasco y ex vicepresidenta del Tribunal Constitucional, órgano del que fue magistrada entre 2010 y 2017. A lo largo de su extensa carrera ha estudiado los pormenores de la evolución legislativa de los delitos sexuales en España y cuenta con varias publicaciones sobre este tema. Sobre la polémica desatada tras la sentencia del caso de La Manada -que condenó a los acusados a nueve años de prisión por abuso sexual con prevalimiento de situación de superioridad considerando que los agresores no habían intimidado a la víctima-, la jurista tiene una conclusión: el problema reside en el foco sobre el que ha girado el debate jurídico, la intimidación, y aboga por una reforma legal que traslade el eje al consentimiento.
Pregunta. Los delitos sexuales en España tradicionalmente han sido delitos “contra la honestidad de la mujer”. Fue así hasta 1989, cuando empezaron a llamarse "contra la libertad sexual". Más tarde, el código penal de la democracia, de 1995, lo cambió todo. ¿Qué se hizo bien y qué falló en esa legislación?
Respuesta. El código del 95 fue un avance notable. Nos alejó de la moralina previa, del suponer que este tipo de delitos solo afectaban al cuerpo de las mujeres, a un orden sexual establecido. Antes se protegía más a las mujeres honestas que a las que no se consideraban tales, y todo se centraba en la penetración vaginal, en el “yacer”, que era el verbo utilizado desde las leyes medievales de Las Partidas. A partir del 95 el foco se situó en la ofensa a la libertad y se desterró el anacronismo de considerar que lo grave era “mancillar la honra de la mujer decente”. Pero cuesta más cambiar las ideas y los estereotipos que cambiar las leyes, y todavía se cuelan las antiguas imágenes en la sociedad y en la jurisprudencia.
P. ¿Cómo están aplicando estos delitos los jueces?
R. Desde mi punto de vista, en la jurisprudencia leemos mucha referencia al ánimo libidinoso, a la lascivia, a si se eyaculó, a si se penetró por estos u otros orificios y cuántas veces. A menudo parecen casi relatos pornográficos. La sociedad está pidiendo un relato diferente, que se cuente de otra manera. Lo importante es que se ha humillado a la víctima, que se la ha doblegado contra su voluntad, que se la ha despreciado como persona. ¿Hay que poner en los hechos probados que hubo penetraciones porque es necesario para la calificación jurídica? Bien, pero la recreación con tantos detalles es innecesaria y revictimiza y humilla a los afectados. Los relatos son muy parecidos a los de hace 30 años, cuando se entendía que la ofensa era a la “honestidad de la mujer”, no a su libertad.
P. La sentencia de La Manada ha sido muy criticada por calificar los hechos como abusos y no como violación. Hay quien opina que con esos hechos probados se podría haber entendido que sí había intimidación. Otros abogan directamente por reformar el código penal.
R. La intimidación no tiene por qué consistir en sacar una navaja. Con el robo, por ejemplo, pero también con las agresiones sexuales en grupo, muchas sentencias confirman la intimidación ante el clima de presión que crean varios agresores juntos. Se llama intimidación ambiental.
P. ¿Es usted partidaria de reformar la ley?
R. El código penal de 1995 distinguió entre abuso y agresión sexual considerando que una conducta con violencia o intimidación es un ataque más grave contra la libertad, pero en nuestros días hay muchas formas de doblegar la voluntad de una mujer sin usar la fuerza. Por ejemplo, drogándola. ¿Es esto menos grave? No creo que lo sea hasta el punto de constituir un delito diferente de menor entidad y con un nombre distinto. Las palabras son muy importantes, configuran realidades, y la palabra abuso ofende a quien se ha sentido profundamente agredido en su libertad sexual. La forma de nombrar los delitos sexuales importa. Yo soy partidaria de cambiar la ley precisamente porque creo que no hay que ofender a las víctimas con palabras que la sociedad no entiende y no comparte.
P. ¿Cómo haría la reforma?
R. Establecería un único delito de atentado contra la libertad sexual definido como cualquier acto sexual no consentido. A partir de ahí se pueden establecer agravantes: si ha habido acceso carnal o no, si ha habido violencia, prevalimiento de situación se superioridad... En Italia y en otros países hace tiempo que la descripción básica del delito sexual se basa en la falta de consentimiento sin necesidad de indagar si hubo fuerza o intimidación. Ese sería un buen modelo para la reforma. Porque lo importante es la falta de consentimiento, la subordinación de la mujer al hombre, el tratar a alguien como un objeto sexual. Lo mismo sucede con los menores. A un niño o niña le pueden engañar, violentar, obligar a tolerar lo que no quiere, y todo ello sin emplear la fuerza. ¿Es eso menos grave? Me parece insultante que tales atentados a su dignidad se califiquen como meros “abusos” en contraposición a las “agresiones”. Son tecnicismos que confunden a la víctima y que parecen rebajar la responsabilidad del agresor, que no se siente como “violador” aunque haya dejado secuelas de por vida a esos menores.
P. ¿La reforma implicaría también subir las penas?
R. Para nada. El código penal español tiene penas suficientemente altas. La violación se puede castigar con hasta 15 años de prisión y el homicidio básico prevé penas de cárcel de 10 a 15 años. No es congruente castigar igual un atentado a la libertad sexual que a la vida.
P. La violación, como tal, ha entrado y salido del código penal. ¿Es partidaria de usar este nombre? Las manifestaciones por el caso de La Manada exigían que se denominara así al delito cometido en Pamplona.
R. El término violación se eliminó en 1995 por el posible estigma de “la violada”, porque se quería huir de esa concepción moral previa de los delitos sexuales. Luego se recuperó en 1999 porque se consideró que había que conservar una palabra técnica que por una vez coincidía con el lenguaje común. Pero esto no era exactamente así. Para el lenguaje común tan violada es una mujer drogada que es penetrada contra su voluntad como otra a quien amenazan con una navaja. Yo, la verdad, prescindiría del término y optaría por una misma denominación para lo que hoy son agresiones y abusos sexuales. Se podría usar "atentado sexual", por ejemplo. Creo que es lo más correcto técnicamente, deja atrás reminiscencias del pasado y pone el acento en lo realmente importante: que alguien ha llevado a cabo actos sexuales sobre otra persona sin su consentimiento. Eso es lo central.
P. Ha habido mucha polémica sobre el órgano encargado de hacer una propuesta de reforma de estos delitos, la sección penal de la comisión general de codificación. Prácticamente todas las catedráticas de derecho penal de España, usted entre ellas, firmaron una carta de protesta por el hecho de que los vocales permanentes de dicho órgano asesor fueran solo hombres. Finalmente los miembros actuales se plantaron y el ministro ha anunciado que incorporará a mujeres en los próximos días.
R. Que en 2018 se descubra que un órgano asesor de esta clase, renovado hace poco, prescinde de mujeres profesionales tan cualificadas como los actuales miembros varones resulta sorprendente. Era un grave anacronismo contrario a las exigencias democráticas de representatividad de todos, de la continuidad de malas prácticas y de una infracción de la Ley de Igualdad de 2007. Por eso muchas catedráticas se negaron a participar solo en esta ponencia, porque la exigencia de composición paritaria de una comisión no se satisfacía con un parche temporal. Por otro lado, habría que reconsiderar también el papel de la comisión. En los últimos tiempos apenas se ha contado para nada con ellos a pesar de que las reformas penales en España han sido múltiples y de calado. Es necesario que se empiece a contar de verdad con un organismo de expertos y expertas.
Fonte: El País. 10.05.2018.
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